Asumamos la
realidad. Los ingresos extraordinarios no van a volver a las arcas públicas. En
plena globalización, los servicios públicos deberán financiarse al viejo
estilo: con impuestos. En este entorno de recursos escasos, lo primero será la
acotación de la oferta de servicios. Si queremos que los colegios sigan
funcionando como contenedores multimedia donde transferir parte de los costes
de la vida familiar, esto tiene un precio. Si queremos seguir usando los
hospitales como depósitos donde endosar parte de nuestros costes laborales y
familiares, alguien ha de pagarlo. Lo público no puede continuar siendo un
lugar mágico que nunca hace falta hasta que se necesita; entonces se quiere
todo y que además funcione como un duty free.
Todas las
reformas fiscales acometidas durante los buenos tiempos han significado
transferencias de riqueza y oportunidades hacia las rentas de capital y los más
pudientes. Los ricos son más ricos y las clases media y baja son menos clase
media y más baja. Las oportunidades se han redistribuido a favor de quienes ya
las tenían. Resulta revelador cómo nunca hay dificultad para definir quién es
rico si se trata de rebajas fiscales. Solo se convierte en un problema cuando
toca pagar.
La
reconstrucción fiscal del Estado del Bienestar debería pivotar sobre tres ejes.
El primero ha de ser la progresividad. El sistema fiscal debe exigir un
esfuerzo proporcional a las capacidades y oportunidades de cada uno. No se
trata solo de impuestos por servicios. La política fiscal ha de ser equitativa.
Ha de amortizar externalidades y costes sociales generados por las actividades
privadas. Ha de operar como un instrumento para redistribuir las oportunidades
entre grupos e individuos. Una reforma fiscal que no equilibre el esfuerzo
entre rentas del trabajo y del capital no merecerá tal nombre. La equidad es
también el camino de la legitimidad.
El segundo
pivote debe ser la eficiencia. La política fiscal es una herramienta crítica
para la sostenibilidad del crecimiento económico. Necesitamos una fiscalidad
que penalice la especulación y favorezca la inversión y la creación de riqueza
y empleo; que encarezca la ineficiencia y posibilite la innovación. Unos
impuestos que habiliten el desarrollo de nuevos mercados y nuevas fuentes de
progreso y bienestar.
El tercer
vector para una fiscalidad reconstruida debe ser la maximización de su potencia
recaudatoria. La reforma fiscal que necesitamos debe limpiar, fijar y dar
esplendor a la actual jungla regulativa, donde los impuestos se han ido
dinamitando de manera controlada por la vía de la profusión reglamentaria, las
exenciones y las excepciones. Precisamos una ordenación fiscal clara, sencilla
y contundente en sus términos y apoyada sobre un sistema de inspección bien
armado. Solo así acabaremos con el mayor cáncer de nuestra fiscalidad y nuestro
bienestar, el fraude.
Este es el
debate que no quiere oír el país donde pagar es de bobos y los cobros se
facilitan con IVA o sin IVA con la misma simpatía con que en los bares te ofrecen
el café, solo o cortado; con la misma naturalidad con que un gobernante
renuncia a cobrar patrimonio mientras despide profesores.
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