Zapatero anda cabreado –en su argot, decepcionado– con los empresarios. Debería preguntarse por qué le plantaron. Con el PP enredado en denunciar el nuevo contubernio rojo-judeo-masónico a bolsazos judiciales –de Trillo, no de Vuitton-, que Díaz Ferrán asuma el liderazgo de la oposición tras calificarle como «el problema» frente a la «cojonuda» Esperanza Aguirre, puede ser irresponsable, que pida barra libre para despedir es inquietante, pero solo decepcionará a quien se deje.
Tras el desconcierto por el derrumbe del mercado de las mil maravillas, guiado por la mano invisible, pero bastante, tonta de Adam Smith, vuelve la verdad revelada como si tal cosa: lo público apesta, el despido libre lleva al pleno empleo y reducir costes de producción a las empresas es inversión, pero dedicar recursos a educación o protección social es gasto público y déficit. Muchos miles de millones de dinero público después, vuelve el monólogo social dominado por el mismo catecismo de simplezas pseudoeconómicas que condujeron al desastre.
Nadie ha sabido armar un discurso alternativo que reivindique la legitimidad de la intervención pública, el compromiso redistributivo de las políticas fiscales o las políticas y servicios públicos como instrumentos para la igualdad de oportunidades. Que el presidente que habla de un nuevo modelo productivo reduzca el diálogo a un paro bis y unos puntos en cotizaciones ejemplifica esa misma falta de ambición en el discurso y en la política. Sabíamos que era peligroso que el Estado estuviera en manos del crimen organizado; ahora sabemos lo peligroso que es que caiga en manos del capital organizado; no lo dijo Lenin, sino el presidente Franklin D. Roosevelt en 1936. Resume bien cuánto hemos retrocedido desde entonces.
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